Arquitectura del espectáculo

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Es fácil distinguir entre arquitectura del espectáculo y arquitectura moderna. En la arquitectura moderna, el visitante siempre parece interesante. En la arquitectura del espectáculo, el visitante nunca está a la altura de la obra, queda eclipsado por la obra, que despierta y concentra toda la atención.

Josep Quetglas. “Miscelánea de opiniones ajenas y prejuicios propios, acerca del Mundo, el Demonio y la Arquitectura”. El Croquis, nº 92. 1998

Podría estar de acuerdo si sustituimos «moderna» por “viva”, ya que celebradas obras de la arquitectura doméstica moderna – la casa Farnsworth, la casa Schroder- consiguen también que no sólo la presencia humana sino cualquier signo normal y corriente de lo doméstico estorbe.

No es una casualidad que las construcciones pioneras de esta tradición -como la torre Eiffel- naciesen en las grandes exposiciones de productos de consumo, aquel precedente decimonónico de nuestros actuales centros comerciales. La “arquitectura del espectáculo” es publicidad edificada para una sociedad de consumidores sometida al imperio de la imagen característico del sistema económico que nos gobierna.

Actualmente, aunque esa finalidad publicitaria se mantenga, el proceso se ha sofisticado -al resultar más determinante la “marca” del edificio que su propia forma- y ya no es necesario que la construcción anuncie otra cosa que a sí misma y a su autor. El glamouroso aroma que emana del arquitecto “de prestigio” (el propio calificativo revela a las claras su función) perfuma a los promotores de la obra, en una fiesta de seducción en el que las normas urbanísticas se pueden hacer a medida, los presupuestos multiplicarse y los usos inventarse a posteriori, porque no se está encargando un edificio que resuelva una necesidad, se está comprando un “…” (ponga el nombre del arquitecto-estrella que más deteste).

La del espectáculo es una arquitectura que nace y muere el día de su inauguración, cuando se toman las fotografías –evidentemente sin personas- . Es el momento a la vez inicial y culminante de su existencia, tal como corresponde a esta época de exaltación de la juventud sobre todas las cosas.

Además, en su forma más pura, la primera fotografía debe ser indistinguible de la infografía que propició su construcción y que es lo que realmente se compró; y su repetición cientos, miles, millones de veces en las pantallas de todo el mundo debe llevarla a su fin último: convertirse en un icono.

Entonces, se produce ese fenómeno tan característico de nuestra era que Sánchez Ferlosio -en honor a la famosa torre parisina – bautizó como “efecto turifel” que consiste en que “la insistente repetición de esa imagen va educando –o más bien pervirtiendo-de tal manera la mirada a la instantánea inmediatez del reconocimiento, que el ojo acaba por identificar antes de ver”.

Cuando triunfa, el trágico destino de la arquitectura del espectáculo consiste en un extraño tipo de desaparición por ubicuidad ya que, cuando nos acercamos a ella, “los cientos o miles de imágenes vistas antes del primer viaje (…) se interpondrán de manera tan obstructiva en la mirada que menoscabarán en cierto modo hasta la convicción empírica de tenerla por fin físicamente delante de los ojos”.

Y cuando fracasa -como esta inacabada “Ciudad de la Cultura” que veo degradarse día a día sin dejar de consumir ingentes recursos públicos- su única utilidad es recordarnos los peligros de dejar que, mientras la razón duerme, sea el dinero quien nos gobierne.

Nota:

El «efecto turifel» lo conocí en el fantástico libro de Rafael Sánchez Ferlosio “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos” (Destino, 1993).

5 comentarios en “Arquitectura del espectáculo

  1. Este febreiro en París tiven esa sensación que describe Ferlosio. A torre é como nas postais, cando debería ser ao contrario.

    Sempre interesante Iago!

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